Relatos breves: Un buen remedio
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Los
dos crÃos salieron corriendo desde el interior del cuarto de baño
en una clara competición por ver quién era el primero en llegar
hasta el dormitorio. El niño, de siete años, dos más que su
hermana, tiró de la manga del pijama de ésta y se puso por delante,
metiéndose de un salto bajo las sábanas de su cama. El padre,
Manuel, un hombre delgado, de pelo corto y sin barba, por orden
expresa de su mujer, les seguÃa a pocos metros.
―Vamos,
no arméis tanto jaleo, que no estamos en casa.
―En
nuestra casa tampoco quieres que hagamos ruido ―apuntó Raúl.
―Es
cierto, pero, con más razón aún, en casa de la abuela tenéis que
portaros mejor.
―¿Por
qué?
―A
ver, LucÃa. ¿Quieres que la abuela piense que sus nietos son unos
vándalos desvergonzados?
―¿Qué
es gánvalos?
―Gánvalos
no, tonta. Vándalos. Es como delincuentes, ¿verdad, papá?
―Más
o menos, sÃ. Y si tú lo sabes, ¿por qué no te portas como debes?
―No
sé.
―No
sé, no sé... ―riñó cariñosamente a su hijo mientras éste se
retorcÃa para evitar las cosquillas―. Bueno, ¿os habéis lavado
bien los dientes?
―SÃ
―dijeron al unÃsono.
―A
ver... ―Manuel se agachó e hizo como si revisara las bocas de los
crÃos―. Vale, parece que están limpios. Ahora, tumbaos y a
dormir.
―Nooooo...
―se quejó el mayor―. Cuéntanos un cuento.
―Ya
eres mayor para un cuento.
―Pero
es que no tengo sueño.
―Vosotros
tumbaos y cerrad los ojos. Veréis cómo os quedáis dormidos
enseguida.
―¿Y
si no puedo?
Manuel
se sentó en la cama de Raúl y le revolvió el pelo castaño y
corto, lo que le enfadó un poco. HabÃa salido presumido el crÃo.
―Los
dos os habéis pasado la tarde entera jugando con el perrillo de la
abuela y el pobre está ya durmiendo, que le habéis agotado. ¿No
oÃs cómo ronca? Yo le escucho desde aquÃ.
Los
tres se quedaron un momento en silencio para escuchar los ronquidos,
los niños estirando el cuello mientras imitaban al padre.
―¡Ah!
SÃ. Yo sà lo escucho ―afirmó la inocente chiquilla, realmente
convencida de haberlo oÃdo.
―¿Lo
ves? Tu hermana también lo escucha. Venga, a dormir.
Raúl,
no demasiado satisfecho con la declaración de su hermana, hizo
finalmente caso a su padre y se tumbó, aferrándose a las frescas
sábanas.
Manuel
retrocedió unos pasos y se apostó en el marco de la entrada,
deseándoles muy buenas noches. Una vez les vio listos para dormir,
bien arropados, apagó la luz y entrecerró la puerta. Sin embargo,
no dio ni dos pasos fuera cuando ésta se abrió, surgiendo LucÃa de
entre las sombras.
―Tengo
que hacer pipÃ.
―¡Oh,
tesoro! Has tenido tiempo suficiente. ¿Por qué no lo has hecho aún?
―Es
que no me acordaba.
―De
acuerdo, ve al baño —accedió resignado.
Manuel
se quedó en la puerta esperando a que regresara su hija. Al cabo de
unos minutos volvió, la observó mientras se subÃa a la cama y se
tapaba y les deseó lindos sueños una vez más, pero no iba a ser
tan fácil.
―¡Papá!
―gritó Raúl cuando su padre ya se disponÃa a bajar los escalones
que le llevarÃan a la planta baja, donde se encontraban su mujer y
su suegra―. ¡¡Papá!!
―¿Qué
quieres ahora? —preguntó sin encender la luz, asomando tan sólo
la cabeza en la estrecha rendija formada entre la puerta y el marco.
―¿Me
traes un vaso de agua?
―Vale
―dijo tras un suspiro―. Ahora te lo traigo.
Manuel
era un hombre paciente, pero se encontraba muy cansado. Su suegro
murió hacÃa cinco años y la anciana, con setenta y tres, ya no se
valÃa para hacer grandes faenas como arreglar el césped, cortar los
pinos o dar pintura a la casa, tareas que él se encargaba de
realizar cuando acudÃan religiosamente cada verano para pasar una
semana echándole una mano. AsÃ, además, tenÃan a los niños
contentos, los cuales pasaban gran parte de las horas del dÃa en la
piscina de los vecinos, viejos e Ãntimos amigos de la familia que se
mostraban realmente encantados de tener risueñas sonrisas de niños
llenando nuevamente su casa tras la marcha de su hijo menor a la
universidad.
―¿Se
han dormido ya, cariño? ―le preguntó MarÃa al verle pasar por
delante de ellas.
―Raúl
tiene sed.
―¡Esos
niños te mangonean! —intervino de súbito la anciana—. Imagina
cuando cumplan los quince o dieciséis. Para entonces no tendrás
autoridad ninguna sobre ellos.
―No
me mangonean, señora. Si mi hijo tiene sed, no me importa llevarle
un vaso de agua.
―Espera,
espera, que subo. Verás cómo a mà sà me hacen caso.
Su
suegra ya hacÃa el intento de levantarse del sofá, lo cual le
llevarÃa casi un minuto, tal era la obesidad de la mujer, que la
encajaba, literalmente, en el sofá. Manuel se apresuró a evitar que
hiciera el esfuerzo.
―No
se preocupe, de verdad. No es necesario que usted suba.
―Pues
haz bien tu trabajo de padre y que dejen de quejarse.
―Descuide.
El
hombre reanudó su camino hacia la cocina, con MarÃa ya de pie y
siguiéndole muy de cerca.
―Cariño
—empezó a decir ella en voz baja mientras le sujetaba por una de
las manos y le obligaba a volverse—, no le hagas caso; no lo dice
con mala intención.
―Tranquila,
Mari. No es algo que me afecte demasiado.
―Por
cierto, ¿alguna vez la llamarás por su nombre, en lugar de señora?
―Soy
respetuoso con ella, sólo es eso.
―Ya,
lo sé, pero es que a veces parece que la trates como a un sargento.
―Bueno,
a veces se comporta como tal.
La
mujer se acercó un poco más a su marido y rodeó su cuello con los
brazos.
―No
me gusta que en ocasiones te haga sentir incómodo, pero sólo nos
quedan tres dÃas para irnos. Te prometo que podrás descansar y
disfrutar de tus vacaciones en cuanto lleguemos a casa.
―Hmm...
Lo sé. Todas las noches cojo el calendario de mi cartera y voy
tachando los dÃas que llevamos. ―La mujer esbozó una tierna
sonrisa y besó a Manuel en los labios―. Además, hago esto más
por ti que por ella. Entiendo que te preocupes y quieras que le
echemos una mano.
―Es
muy mayor y necesita nuestra ayuda ahora que está sola. ¿Qué le
vamos a hacer? Es una gruñona, pero no deja de ser mi madre.
―¡Mira!
Pues he visto fotos suyas de joven y sois clavaditas. Pelo largo y
rubio, delgaditas, altas, muy guapas... ¿No podrÃa ser igual de
amable y cariñosa que tú?
MarÃa
cambió la expresión de su rostro, adquiriendo su boca una extraña
mueca mientras entrecerraba los ojos.
―¿Quieres
que mi madre sea contigo tan cariñosa como yo?
―¡No,
no! No te cueles ―dijo entre risas―, pero no sé por qué se
tiene que quejar tanto. Aunque... Iguales de jóvenes, ella ahora es
una gruñona... ¿Tú no serás de mayor tan cascarrabias como ella,
verdad?
―No,
tonto.
―Lo
digo en serio. Si vas a ser igual dÃmelo para que me vaya buscando a
otra.
―¡Vaya!
Y dime, ¿a quién vas a encontrar que sea mejor que yo?
MarÃa
atrajo a su marido con sus brazos y volvió a besarle, en esta
ocasión de forma mucho más apasionada que antes.
―Bueno,
visto asÃ... Tienes razón; no habrán muchas mejores que tú.
―Anda,
sube ese vaso de agua.
Manuel
observó cómo su mujer se alejaba en dirección al salón. Mientras
lo hacÃa, por su cabeza pasó una única idea: no podrÃa, ni
querÃa, encontrar a nadie que la sustituyera.
Una
vez que ella desapareció tras la puerta, el hombre se giró a por un
vaso y lo llenó de agua de una botella de la nevera.
―A
ver si ahora consigues que se duerman ―le recriminó la anciana en
cuanto vio a su yerno salir de la cocina.
―SÃ,
señora.
―Si
no lo consigues, que no creo que lo hagas viendo la hora que es,
mándamelos a mi habitación para que duerman conmigo, que yo voy a
acostarme en unos minutos.
Manuel
no le respondió. Comenzó a subir la escalera pensando que lo que
querÃa era que se durmieran, no que permanecieran desvelados toda la
noche por culpa de sus ronquidos.
Cuando
llegó a la habitación, vio que los niños estaban jugando a darse
almohadazos, cosa que no le sorprendió en absoluto vistas las pocas
ganas que tenÃan de dormir.
―¡Pero
bueno! ¿Qué hacéis levantados? ¿No os dije que a dormir?
―SÃ,
pero no tenemos sueño. ―Era lo que afirmaba LucÃa, aunque un
largo bostezo asomó en su rostro en cuanto terminó la frase.
―Pues
no lo parece, tesoro. Toma, Raúl. Y bebe despacio.
El
niño apuró el vaso de agua y se lo devolvió a su padre, el cual lo
puso sobre la mesita de noche que habÃa entre las dos camas. A
continuación, se sentó en la que ocupaba LucÃa.
―A
ver, es sencillo. Os tumbáis, cerráis los ojos y contáis ovejitas.
Asà os dormiréis sin daros cuenta.
―Eso
no funciona ―replicó Raúl.
―Conmigo
funcionaba cuando era pequeño, ¡y no se me escapaba ninguna!
ConseguÃa que todas se quedaran dentro del cercado.
Los
niños sonrieron a la par que el padre.
―Queremos
un cuento. —Raúl no iba a rendirse, por lo que Manuel se giró
hacia su hija.
―¿Tú
también, LucÃa? ―La chiquilla afirmó con un seco cabeceo,
momento en que a Manuel le llamó la atención la aparición de su
suegra atravesando el pasillo por delante de la puerta para llegar a
su dormitorio. Al verla, una idea pasó por su cabeza―. SÃ, un
cuento. ¿Por qué no?
Los
niños se sentaron juntos en la misma cama, dejando a su padre en la
que estaba más cerca de la puerta, de espaldas a ésta. A
continuación, estiró un brazo hacia el interruptor que tenÃa
detrás y apagó la luz, iluminada la habitación tenuamente con la
que entraba desde el pasillo.
―Como
veo que no tenéis sueño, os voy a contar una cosa que me pasó hace
muuucho tiempo en esta casa.
―Pero
queremos un cuento ―refunfuñó el mayor.
―¡Uy!
Es mucho mejor que un cuento. Veréis, hace varios años, cuando
vosotros aún no habÃais nacido y yo empezaba a salir con mamá, me
vine de vacaciones unos dÃas para conocer a vuestros abuelos.
―¿De
vacaciones como ahora?
―SÃ,
tesoro, de vacaciones como ahora. ―Con la pobre luz que procedÃa
de la puerta abierta que Manuel tenÃa tras de sÃ, los crÃos apenas
veÃan ningún rasgo de la cara de su padre, situación que les
incomodó un poco―. Era la primera vez que venÃa y no conocÃa la
casa. Vuestro abuelo se portó muy bien conmigo y nos pasamos todo el
dÃa hablando y riendo, pero la abuela necesitaba que alguien fuera a
hacer unas compras para la cena. Como él tenÃa que esperar a un
amigo para darle una cosa y mamá tenÃa que ayudarla a ella en la
cocina, yo me ofrecà para ir a comprar.
«Cuando
me explicaron dónde se encontraba la tienda, salà por la puerta de
atrás y sorprendà a un niño de vuestra edad, más o menos,
intentando mirar por encima de la valla de los abuelos, pero al verme
se asustó y salió corriendo. Yo no le di importancia en aquel
momento y me marché a hacer la compra.
«Tardé
un rato en encontrar la tienda, pero no estuve mucho tiempo en ella.
Cuando regresé, volvà a ver a aquel niño mirando hacia el jardÃn.
Yo me acerqué despacio, sin que él se diera cuenta, y le agarré
por el hombro.
―¿Por
qué estaba allÃ? ―preguntó Raúl muy intrigado mientras veÃa a
su padre realizar los mismos movimientos de sigilo y caza
que describÃa.
―Esta
vez no intentó correr y eso fue lo que le pregunté. Él me dijo que
se le habÃa caÃdo el balón en el jardÃn, pero no se atrevÃa a
llamar porque le dijeron unos amigos que aquà vivÃa un monstruo que
se comÃa a las personas. ―Sus hijos abrieron los ojos
sorprendidos, efecto que Manuel esperaba conseguir de un momento a
otro; habÃa captado toda su atención.
―¿Y
los abuelos no sabÃan nada? —Ahora fue la niña la que preguntó.
―No,
tesoro. O, al menos, ellos no me dijeron nada de que hubiese un
monstruo en la casa. Yo le dije al niño que eso no era cierto, que
habÃa estado todo el dÃa dentro y no vi nada, pero él insistió en
ello. Incluso me dijo una cosa más: que el monstruo aparecÃa de
noche y sólo se comÃa a las personas que encontraba despiertas.
»Ya
que era de dÃa y, en teorÃa, el monstruo sólo salÃa de noche, le
invité a pasar para que buscásemos la pelota, pero tampoco asÃ
quiso entrar. TenÃa mucho miedo, por lo que le dije que yo la
buscarÃa y se la darÃa cuando la encontrara.
«Entré
en la casa y me fui directo a la cocina. Allà estaban mamá y la
abuela, asà que les di la compra y les conté lo que el niño me
habÃa dicho. Mamá se rió de buena gana, pero la abuela se quedó
completamente callada. Entonces, salà de la cocina y me fui al
jardÃn para buscar la pelota, aunque yo no la vi por ningún sitio.
«Decidme,
¿habéis visto la ventanita cuadrada del sótano? La que se ve desde
el jardÃn, casi en el suelo. ―Los niños dieron un tÃmido sÃ
al padre―. Pues la vi abierta y pensé que podrÃa haber caÃdo por
ella.
«Me
metà en casa y abrà la puerta que llevaba al sótano. Daba un poco
de miedo, ya que no se veÃa absolutamente nada. Además, de nada
valió que buscase el interruptor, porque éste no funcionaba. Por
suerte, vuestra madre pasó por allà y le dije lo que estaba
haciendo, asà que me pidió que esperara un momento y al poco
apareció con una linterna. Tras dármela, se fue otra vez a la
cocina.
«Bajé
las escaleras, despacito, porque la linterna tampoco iluminaba
demasiado. Allà hay muchos escalones y ya entonces crujÃan tanto
que pensé que alguno podrÃa romperse, aunque ninguno cedió. Sin
embargo, no sé si serÃa por el viento, la puerta de detrás mÃa se
cerró de golpe. Aquello me asustó, y mucho, pero, ya que estaba
allÃ, querÃa encontrar el balón para dárselo al niño, por lo que
seguà bajando.
«El
sótano es un lugar enorme y hay muchas cajas amontonadas que no sé
qué tendrán, aunque en su momento tampoco me atrevà a mirar
dentro. No se escuchaba nada allà abajo y olÃa muy mal, como la
arena del gato del tito Eduardo. HabÃa, también, dos estanterÃas
muy altas y largas con unos botes muy extraños en ellas.
«Entonces,
de pronto, la linterna se apagó. Me asusté porque estaba todo muy
oscuro y sólo entraba un poco de luz por la pequeña ventana que
daba al jardÃn. Además, como encima se estaba haciendo de noche,
casi no se veÃa nada. AsÃ, lo que intenté fue ayudarme de mis
manos para poder andar pegado a una de las estanterÃas y no tropezar
con nada.
»Una
cosa me llamó mucho la atención; donde acababa el mueble vi tres
maniquÃes, como los que están en el escaparate de las tiendas, pero
éstos no estaban vestidos. Lo único que tenÃan eran unas pelucas,
lisas y tan largas como para llegar a los hombros. Mmm... ¡Ya sé!
¿Habéis visto el pelo de la abuela? ―Los niños ya habÃan
perdido el habla y casi también la capacidad de moverse. Se
mantenÃan uno pegado a la otra, embobados mientras escuchaban a su
padre―. Pues esas pelucas eran iguales al pelo de la abuela.
Aquello me sorprendió un poco, pero decidà continuar buscando la
pelota.
«De
pronto, sin aviso, la linterna se encendió otra vez y al iluminar la
pared de enfrente vi lo que estaba buscando. Cogà el balón y corrÃ
hacia la escalera, pero, al llegar arriba, la puerta se abrió sola,
justo cuando iba a tirar del pomo; delante mÃa apareció la abuela.
Ella me miró muy seria y me regañó por haber bajado al sótano. Le
enseñé el balón y le expliqué que sólo fue un momento, asà que
me dejó ir, un poco a regañadientes, y fui a buscar al niño de
antes.
«Aún
estaba allÃ, de puntillas, asomado por encima de la valla. Cogió
rápidamente el balón y echó a correr sin darme las gracias
siquiera, pero se paró en seco a no muchos metros y giró despacio
sus talones hacia mÃ. Se acercó sin dejar de observar la valla y me
pidió que me agachara. Al oÃdo me dijo, en voz baja, que cuando se
hiciera de noche me fuera rápido a dormir porque el monstruo no se
come a los que están dormidos. Sin embargo, si ve a alguien
despierto... ¡Se lo come! —Los niños dieron en ese momento un
buen brinco en la cama, aunque aún le aguantaron un poco más la
mirada—. Pero, ¿sabéis qué es lo peor de todo?
―¿Qué?
―susurró LucÃa, tan asustada como su hermano mayor.
―El
niño me contó que cuando el monstruo se come a alguien se
transforma en esa persona y habla y se comporta exactamente igual que
ella. Y sólo hay una forma de saber que es el monstruo: hay que
tirarle del pelo porque... ¡Usa peluca!
En
ese momento, los dos niños lanzaron un sonoro grito, mirando algo
por encima de Manuel. Éste se volvió y comprobó cómo su suegra le
miraba desde la puerta, con cara de enfadada y sin su pelo postizo,
probablemente lista para irse a dormir. Entonces, giró sobre sÃ
misma y se marchó gruñendo algo que el hombre no llegó comprender,
pero suficiente tenÃa éste con ocultar las carcajadas que asomaban
a su garganta, más aún cuando al mirar hacia donde hacÃa un minuto
estaban sus hijos únicamente vio dos temblorosas siluetas bajo las
sábanas.
Por
supuesto, se metió en la cama con ellos y les dijo que no temieran
nada, que él no iba a permitir que el monstruo se los comiera.
Los
niños tardaron bastante en quedarse dormidos, al fin convencidos de
que su madre ya estaba fuera de peligro, y Manuel pensó en lo mucho
que le costarÃa explicar a su suegra la parte que hubiese escuchado,
aunque no podÃa negar que durante aquel rato lo habÃa pasado de
miedo, disfrutando como pocas veces lo habÃa hecho en aquella casa.
Jorge A. Garrido
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