Escrito por : Jorge A. Garrido
mayo 12, 2014
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Los
dos críos salieron corriendo desde el interior del cuarto de baño
en una clara competición por ver quién era el primero en llegar
hasta el dormitorio. El niño, de siete años, dos más que su
hermana, tiró de la manga del pijama de ésta y se puso por delante,
metiéndose de un salto bajo las sábanas de su cama. El padre,
Manuel, un hombre delgado, de pelo corto y sin barba, por orden
expresa de su mujer, les seguía a pocos metros.
―Vamos,
no arméis tanto jaleo, que no estamos en casa.
―En
nuestra casa tampoco quieres que hagamos ruido ―apuntó Raúl.
―Es
cierto, pero, con más razón aún, en casa de la abuela tenéis que
portaros mejor.
―¿Por
qué?
―A
ver, Lucía. ¿Quieres que la abuela piense que sus nietos son unos
vándalos desvergonzados?
―¿Qué
es gánvalos?
―Gánvalos
no, tonta. Vándalos. Es como delincuentes, ¿verdad, papá?
―Más
o menos, sí. Y si tú lo sabes, ¿por qué no te portas como debes?
―No
sé.
―No
sé, no sé... ―riñó cariñosamente a su hijo mientras éste se
retorcía para evitar las cosquillas―. Bueno, ¿os habéis lavado
bien los dientes?
―Sí
―dijeron al unísono.
―A
ver... ―Manuel se agachó e hizo como si revisara las bocas de los
críos―. Vale, parece que están limpios. Ahora, tumbaos y a
dormir.
―Nooooo...
―se quejó el mayor―. Cuéntanos un cuento.
―Ya
eres mayor para un cuento.
―Pero
es que no tengo sueño.
―Vosotros
tumbaos y cerrad los ojos. Veréis cómo os quedáis dormidos
enseguida.
―¿Y
si no puedo?
Manuel
se sentó en la cama de Raúl y le revolvió el pelo castaño y
corto, lo que le enfadó un poco. Había salido presumido el crío.
―Los
dos os habéis pasado la tarde entera jugando con el perrillo de la
abuela y el pobre está ya durmiendo, que le habéis agotado. ¿No
oís cómo ronca? Yo le escucho desde aquí.
Los
tres se quedaron un momento en silencio para escuchar los ronquidos,
los niños estirando el cuello mientras imitaban al padre.
―¡Ah!
Sí. Yo sí lo escucho ―afirmó la inocente chiquilla, realmente
convencida de haberlo oído.
―¿Lo
ves? Tu hermana también lo escucha. Venga, a dormir.
Raúl,
no demasiado satisfecho con la declaración de su hermana, hizo
finalmente caso a su padre y se tumbó, aferrándose a las frescas
sábanas.
Manuel
retrocedió unos pasos y se apostó en el marco de la entrada,
deseándoles muy buenas noches. Una vez les vio listos para dormir,
bien arropados, apagó la luz y entrecerró la puerta. Sin embargo,
no dio ni dos pasos fuera cuando ésta se abrió, surgiendo Lucía de
entre las sombras.
―Tengo
que hacer pipí.
―¡Oh,
tesoro! Has tenido tiempo suficiente. ¿Por qué no lo has hecho aún?
―Es
que no me acordaba.
―De
acuerdo, ve al baño —accedió resignado.
Manuel
se quedó en la puerta esperando a que regresara su hija. Al cabo de
unos minutos volvió, la observó mientras se subía a la cama y se
tapaba y les deseó lindos sueños una vez más, pero no iba a ser
tan fácil.
―¡Papá!
―gritó Raúl cuando su padre ya se disponía a bajar los escalones
que le llevarían a la planta baja, donde se encontraban su mujer y
su suegra―. ¡¡Papá!!
―¿Qué
quieres ahora? —preguntó sin encender la luz, asomando tan sólo
la cabeza en la estrecha rendija formada entre la puerta y el marco.
―¿Me
traes un vaso de agua?
―Vale
―dijo tras un suspiro―. Ahora te lo traigo.
Manuel
era un hombre paciente, pero se encontraba muy cansado. Su suegro
murió hacía cinco años y la anciana, con setenta y tres, ya no se
valía para hacer grandes faenas como arreglar el césped, cortar los
pinos o dar pintura a la casa, tareas que él se encargaba de
realizar cuando acudían religiosamente cada verano para pasar una
semana echándole una mano. Así, además, tenían a los niños
contentos, los cuales pasaban gran parte de las horas del día en la
piscina de los vecinos, viejos e íntimos amigos de la familia que se
mostraban realmente encantados de tener risueñas sonrisas de niños
llenando nuevamente su casa tras la marcha de su hijo menor a la
universidad.
―¿Se
han dormido ya, cariño? ―le preguntó María al verle pasar por
delante de ellas.
―Raúl
tiene sed.
―¡Esos
niños te mangonean! —intervino de súbito la anciana—. Imagina
cuando cumplan los quince o dieciséis. Para entonces no tendrás
autoridad ninguna sobre ellos.
―No
me mangonean, señora. Si mi hijo tiene sed, no me importa llevarle
un vaso de agua.
―Espera,
espera, que subo. Verás cómo a mí sí me hacen caso.
Su
suegra ya hacía el intento de levantarse del sofá, lo cual le
llevaría casi un minuto, tal era la obesidad de la mujer, que la
encajaba, literalmente, en el sofá. Manuel se apresuró a evitar que
hiciera el esfuerzo.
―No
se preocupe, de verdad. No es necesario que usted suba.
―Pues
haz bien tu trabajo de padre y que dejen de quejarse.
―Descuide.
El
hombre reanudó su camino hacia la cocina, con María ya de pie y
siguiéndole muy de cerca.
―Cariño
—empezó a decir ella en voz baja mientras le sujetaba por una de
las manos y le obligaba a volverse—, no le hagas caso; no lo dice
con mala intención.
―Tranquila,
Mari. No es algo que me afecte demasiado.
―Por
cierto, ¿alguna vez la llamarás por su nombre, en lugar de señora?
―Soy
respetuoso con ella, sólo es eso.
―Ya,
lo sé, pero es que a veces parece que la trates como a un sargento.
―Bueno,
a veces se comporta como tal.
La
mujer se acercó un poco más a su marido y rodeó su cuello con los
brazos.
―No
me gusta que en ocasiones te haga sentir incómodo, pero sólo nos
quedan tres días para irnos. Te prometo que podrás descansar y
disfrutar de tus vacaciones en cuanto lleguemos a casa.
―Hmm...
Lo sé. Todas las noches cojo el calendario de mi cartera y voy
tachando los días que llevamos. ―La mujer esbozó una tierna
sonrisa y besó a Manuel en los labios―. Además, hago esto más
por ti que por ella. Entiendo que te preocupes y quieras que le
echemos una mano.
―Es
muy mayor y necesita nuestra ayuda ahora que está sola. ¿Qué le
vamos a hacer? Es una gruñona, pero no deja de ser mi madre.
―¡Mira!
Pues he visto fotos suyas de joven y sois clavaditas. Pelo largo y
rubio, delgaditas, altas, muy guapas... ¿No podría ser igual de
amable y cariñosa que tú?
María
cambió la expresión de su rostro, adquiriendo su boca una extraña
mueca mientras entrecerraba los ojos.
―¿Quieres
que mi madre sea contigo tan cariñosa como yo?
―¡No,
no! No te cueles ―dijo entre risas―, pero no sé por qué se
tiene que quejar tanto. Aunque... Iguales de jóvenes, ella ahora es
una gruñona... ¿Tú no serás de mayor tan cascarrabias como ella,
verdad?
―No,
tonto.
―Lo
digo en serio. Si vas a ser igual dímelo para que me vaya buscando a
otra.
―¡Vaya!
Y dime, ¿a quién vas a encontrar que sea mejor que yo?
María
atrajo a su marido con sus brazos y volvió a besarle, en esta
ocasión de forma mucho más apasionada que antes.
―Bueno,
visto así... Tienes razón; no habrán muchas mejores que tú.
―Anda,
sube ese vaso de agua.
Manuel
observó cómo su mujer se alejaba en dirección al salón. Mientras
lo hacía, por su cabeza pasó una única idea: no podría, ni
quería, encontrar a nadie que la sustituyera.
Una
vez que ella desapareció tras la puerta, el hombre se giró a por un
vaso y lo llenó de agua de una botella de la nevera.
―A
ver si ahora consigues que se duerman ―le recriminó la anciana en
cuanto vio a su yerno salir de la cocina.
―Sí,
señora.
―Si
no lo consigues, que no creo que lo hagas viendo la hora que es,
mándamelos a mi habitación para que duerman conmigo, que yo voy a
acostarme en unos minutos.
Manuel
no le respondió. Comenzó a subir la escalera pensando que lo que
quería era que se durmieran, no que permanecieran desvelados toda la
noche por culpa de sus ronquidos.
Cuando
llegó a la habitación, vio que los niños estaban jugando a darse
almohadazos, cosa que no le sorprendió en absoluto vistas las pocas
ganas que tenían de dormir.
―¡Pero
bueno! ¿Qué hacéis levantados? ¿No os dije que a dormir?
―Sí,
pero no tenemos sueño. ―Era lo que afirmaba Lucía, aunque un
largo bostezo asomó en su rostro en cuanto terminó la frase.
―Pues
no lo parece, tesoro. Toma, Raúl. Y bebe despacio.
El
niño apuró el vaso de agua y se lo devolvió a su padre, el cual lo
puso sobre la mesita de noche que había entre las dos camas. A
continuación, se sentó en la que ocupaba Lucía.
―A
ver, es sencillo. Os tumbáis, cerráis los ojos y contáis ovejitas.
Así os dormiréis sin daros cuenta.
―Eso
no funciona ―replicó Raúl.
―Conmigo
funcionaba cuando era pequeño, ¡y no se me escapaba ninguna!
Conseguía que todas se quedaran dentro del cercado.
Los
niños sonrieron a la par que el padre.
―Queremos
un cuento. —Raúl no iba a rendirse, por lo que Manuel se giró
hacia su hija.
―¿Tú
también, Lucía? ―La chiquilla afirmó con un seco cabeceo,
momento en que a Manuel le llamó la atención la aparición de su
suegra atravesando el pasillo por delante de la puerta para llegar a
su dormitorio. Al verla, una idea pasó por su cabeza―. Sí, un
cuento. ¿Por qué no?
Los
niños se sentaron juntos en la misma cama, dejando a su padre en la
que estaba más cerca de la puerta, de espaldas a ésta. A
continuación, estiró un brazo hacia el interruptor que tenía
detrás y apagó la luz, iluminada la habitación tenuamente con la
que entraba desde el pasillo.
―Como
veo que no tenéis sueño, os voy a contar una cosa que me pasó hace
muuucho tiempo en esta casa.
―Pero
queremos un cuento ―refunfuñó el mayor.
―¡Uy!
Es mucho mejor que un cuento. Veréis, hace varios años, cuando
vosotros aún no habíais nacido y yo empezaba a salir con mamá, me
vine de vacaciones unos días para conocer a vuestros abuelos.
―¿De
vacaciones como ahora?
―Sí,
tesoro, de vacaciones como ahora. ―Con la pobre luz que procedía
de la puerta abierta que Manuel tenía tras de sí, los críos apenas
veían ningún rasgo de la cara de su padre, situación que les
incomodó un poco―. Era la primera vez que venía y no conocía la
casa. Vuestro abuelo se portó muy bien conmigo y nos pasamos todo el
día hablando y riendo, pero la abuela necesitaba que alguien fuera a
hacer unas compras para la cena. Como él tenía que esperar a un
amigo para darle una cosa y mamá tenía que ayudarla a ella en la
cocina, yo me ofrecí para ir a comprar.
«Cuando
me explicaron dónde se encontraba la tienda, salí por la puerta de
atrás y sorprendí a un niño de vuestra edad, más o menos,
intentando mirar por encima de la valla de los abuelos, pero al verme
se asustó y salió corriendo. Yo no le di importancia en aquel
momento y me marché a hacer la compra.
«Tardé
un rato en encontrar la tienda, pero no estuve mucho tiempo en ella.
Cuando regresé, volví a ver a aquel niño mirando hacia el jardín.
Yo me acerqué despacio, sin que él se diera cuenta, y le agarré
por el hombro.
―¿Por
qué estaba allí? ―preguntó Raúl muy intrigado mientras veía a
su padre realizar los mismos movimientos de sigilo y caza
que describía.
―Esta
vez no intentó correr y eso fue lo que le pregunté. Él me dijo que
se le había caído el balón en el jardín, pero no se atrevía a
llamar porque le dijeron unos amigos que aquí vivía un monstruo que
se comía a las personas. ―Sus hijos abrieron los ojos
sorprendidos, efecto que Manuel esperaba conseguir de un momento a
otro; había captado toda su atención.
―¿Y
los abuelos no sabían nada? —Ahora fue la niña la que preguntó.
―No,
tesoro. O, al menos, ellos no me dijeron nada de que hubiese un
monstruo en la casa. Yo le dije al niño que eso no era cierto, que
había estado todo el día dentro y no vi nada, pero él insistió en
ello. Incluso me dijo una cosa más: que el monstruo aparecía de
noche y sólo se comía a las personas que encontraba despiertas.
»Ya
que era de día y, en teoría, el monstruo sólo salía de noche, le
invité a pasar para que buscásemos la pelota, pero tampoco así
quiso entrar. Tenía mucho miedo, por lo que le dije que yo la
buscaría y se la daría cuando la encontrara.
«Entré
en la casa y me fui directo a la cocina. Allí estaban mamá y la
abuela, así que les di la compra y les conté lo que el niño me
había dicho. Mamá se rió de buena gana, pero la abuela se quedó
completamente callada. Entonces, salí de la cocina y me fui al
jardín para buscar la pelota, aunque yo no la vi por ningún sitio.
«Decidme,
¿habéis visto la ventanita cuadrada del sótano? La que se ve desde
el jardín, casi en el suelo. ―Los niños dieron un tímido sí
al padre―. Pues la vi abierta y pensé que podría haber caído por
ella.
«Me
metí en casa y abrí la puerta que llevaba al sótano. Daba un poco
de miedo, ya que no se veía absolutamente nada. Además, de nada
valió que buscase el interruptor, porque éste no funcionaba. Por
suerte, vuestra madre pasó por allí y le dije lo que estaba
haciendo, así que me pidió que esperara un momento y al poco
apareció con una linterna. Tras dármela, se fue otra vez a la
cocina.
«Bajé
las escaleras, despacito, porque la linterna tampoco iluminaba
demasiado. Allí hay muchos escalones y ya entonces crujían tanto
que pensé que alguno podría romperse, aunque ninguno cedió. Sin
embargo, no sé si sería por el viento, la puerta de detrás mía se
cerró de golpe. Aquello me asustó, y mucho, pero, ya que estaba
allí, quería encontrar el balón para dárselo al niño, por lo que
seguí bajando.
«El
sótano es un lugar enorme y hay muchas cajas amontonadas que no sé
qué tendrán, aunque en su momento tampoco me atreví a mirar
dentro. No se escuchaba nada allí abajo y olía muy mal, como la
arena del gato del tito Eduardo. Había, también, dos estanterías
muy altas y largas con unos botes muy extraños en ellas.
«Entonces,
de pronto, la linterna se apagó. Me asusté porque estaba todo muy
oscuro y sólo entraba un poco de luz por la pequeña ventana que
daba al jardín. Además, como encima se estaba haciendo de noche,
casi no se veía nada. Así, lo que intenté fue ayudarme de mis
manos para poder andar pegado a una de las estanterías y no tropezar
con nada.
»Una
cosa me llamó mucho la atención; donde acababa el mueble vi tres
maniquíes, como los que están en el escaparate de las tiendas, pero
éstos no estaban vestidos. Lo único que tenían eran unas pelucas,
lisas y tan largas como para llegar a los hombros. Mmm... ¡Ya sé!
¿Habéis visto el pelo de la abuela? ―Los niños ya habían
perdido el habla y casi también la capacidad de moverse. Se
mantenían uno pegado a la otra, embobados mientras escuchaban a su
padre―. Pues esas pelucas eran iguales al pelo de la abuela.
Aquello me sorprendió un poco, pero decidí continuar buscando la
pelota.
«De
pronto, sin aviso, la linterna se encendió otra vez y al iluminar la
pared de enfrente vi lo que estaba buscando. Cogí el balón y corrí
hacia la escalera, pero, al llegar arriba, la puerta se abrió sola,
justo cuando iba a tirar del pomo; delante mía apareció la abuela.
Ella me miró muy seria y me regañó por haber bajado al sótano. Le
enseñé el balón y le expliqué que sólo fue un momento, así que
me dejó ir, un poco a regañadientes, y fui a buscar al niño de
antes.
«Aún
estaba allí, de puntillas, asomado por encima de la valla. Cogió
rápidamente el balón y echó a correr sin darme las gracias
siquiera, pero se paró en seco a no muchos metros y giró despacio
sus talones hacia mí. Se acercó sin dejar de observar la valla y me
pidió que me agachara. Al oído me dijo, en voz baja, que cuando se
hiciera de noche me fuera rápido a dormir porque el monstruo no se
come a los que están dormidos. Sin embargo, si ve a alguien
despierto... ¡Se lo come! —Los niños dieron en ese momento un
buen brinco en la cama, aunque aún le aguantaron un poco más la
mirada—. Pero, ¿sabéis qué es lo peor de todo?
―¿Qué?
―susurró Lucía, tan asustada como su hermano mayor.
―El
niño me contó que cuando el monstruo se come a alguien se
transforma en esa persona y habla y se comporta exactamente igual que
ella. Y sólo hay una forma de saber que es el monstruo: hay que
tirarle del pelo porque... ¡Usa peluca!
En
ese momento, los dos niños lanzaron un sonoro grito, mirando algo
por encima de Manuel. Éste se volvió y comprobó cómo su suegra le
miraba desde la puerta, con cara de enfadada y sin su pelo postizo,
probablemente lista para irse a dormir. Entonces, giró sobre sí
misma y se marchó gruñendo algo que el hombre no llegó comprender,
pero suficiente tenía éste con ocultar las carcajadas que asomaban
a su garganta, más aún cuando al mirar hacia donde hacía un minuto
estaban sus hijos únicamente vio dos temblorosas siluetas bajo las
sábanas.
Por
supuesto, se metió en la cama con ellos y les dijo que no temieran
nada, que él no iba a permitir que el monstruo se los comiera.
Los
niños tardaron bastante en quedarse dormidos, al fin convencidos de
que su madre ya estaba fuera de peligro, y Manuel pensó en lo mucho
que le costaría explicar a su suegra la parte que hubiese escuchado,
aunque no podía negar que durante aquel rato lo había pasado de
miedo, disfrutando como pocas veces lo había hecho en aquella casa.
Jorge A. Garrido