Relatos Breves: El viejo hospital
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Luís
estalló en carcajadas. No podía dejar de reír, aunque tampoco lo
habría conseguido de haber querido parar, por mucho que lo
intentara.
—¡Nunca
podría cansarme de esto! —exclamó Fran a su vez, encorvado entre
risas.
Como
en otras tantas ocasiones, los dos vigilantes de seguridad se habían
echado a suertes quién sería el encargado de ahuyentar al intrépido
chiquillo que se atrevía, con fingida valentía frente a sus amigos,
a entrar en el abandonado hospital del centro de la ciudad. Para
ello, actuaban siempre de la misma manera, no importaba cuál de
ellos lo hiciera, procurando dar un tremendo susto al crío tras
resguardarse en las sombras y aparecer repentinamente, de forma que
éste saliera corriendo sin saber en realidad si quien saltaba
delante suya era un hombre o incluso un fantasma.
No
eran pocos los niños que entraban en el edificio en ruinas, un juego
peligroso ya que la estructura daba la impresión de no ser demasiado
estable, pero sumamente atractivo a la hora de picar a alguno de los
miembros de la cuadrilla. Los vigilantes ya estaban acostumbrados a
sus incursiones, que venían produciéndose desde hacía años, y
siempre elegían la puerta de urgencias, la cual daba a una calle
mucho menos transitada que la principal. En esta ocasión, el chico
no tendría más de doce o trece años.
Luís,
un tipo de metro ochenta de altura, esperó un poco más de lo
habitual, dejando que el chaval se confiase. No obstante, cuando el
niño se hubo acercado lo suficiente al mostrador, abandonó de un
brinco su escondite, profiriendo los mayores alaridos que su garganta
le permitió soltar. En su huida, el crío tropezó varias veces,
llegando a rodar por el suelo hasta salir finalmente por la puerta
como alma que lleva el diablo, entre gritos que no le harían más
que ganar las burlas de sus compañeros.
—¡Uno
de los mejores sustos que he visto! —le elogió Fran.
—Gracias.
También ha sido uno de los que más corría, ¿verdad?
Se
colocó mejor el cinto que sujetaba los distintos aparejos a su
cintura y se dirigió hacia el ancho pasillo para reunirse con su
compañero. Éste, que ya había comenzado a andar al verle a su
lado, arqueó las cejas de forma muy exagerada, cambiando de tema al
instante.
—Por
cierto, ¿hoy no es tu cumpleaños?
Luís,
un poco más alto y mucho más delgado que su amigo, se paró en
seco, obligando también a su compañero a detenerse.
—Pues...
No estoy seguro. ¿Era en Octubre?
—¡Desde
luego! —La pregunta pareció incomodar al orondo vigilante—. No
me digas que ya no lo recuerdas.
Luís
reanudó la marcha, pensativo.
—No
creo que importe demasiado si me acuerdo o no de una fecha que hace
tiempo que no significa nada para ninguno de nosotros.
—Pero
es importante recordar. —Fran movía la cabeza de un lado a otro,
desaprobando la afirmación de su amigo—. Si no, mira a...
Sus
palabras y pasos fueron interrumpidos por un suave maullido mientras
cruzaban las puertas que daban al ala B. Al frente, a escasos metros,
apareció un traslúcido cuerpo de color celeste cuyo rostro apenas
era reconocible, pues en él no se veían formas de nariz, boca u
ojos.
—Señora...
—la saludaron muy respetuosamente, acompañando sus palabras con
un leve cabeceo cuando pasó junto a ellos.
El
ente, delgado y pocos centímetros más bajo que Fran, no se detuvo
ni un instante, ni siquiera para devolver el saludo que le dedicaron.
Se limitó a girar la cabeza tan sólo para comprobar, de poseer la
facultad de ver, si su acompañante seguía su estela. Y,
efectivamente, allí estaba. Unos pasos por detrás suya, caminaba un
jovencísimo gato, quizá un siamés por sus rasgos, aunque de formas
demasiado redondeadas para asegurar que se tratara de dicha raza. Su
piel, por extraño que pudiera parecer, poseía el mismo tono azulado
que el conjunto de la mujer.
Una
vez que la extraña pareja desapareció, literalmente, justo antes de
alcanzar la puerta del otro extremo del pasillo, los dos amigos
siguieron su camino.
—¡¿Lo
ves?! ¡A eso me refería! —continuó Fran—. Ella casi ha
olvidado su propio rostro y el olvido hará que desaparezca.
—Aún
más, si cabe —apuntilló Luís.
—Vamos,
no estoy bromeando.
—Yo
tampoco, pero mira cómo si que se acuerda de su gato.
—¿De
su gato? Eso no tiene mucho sentido. —Fran abrió la puerta que
daba al espacioso comedor, más por costumbre que porque realmente
necesitaran abrirla para acceder a la enorme sala—. Supongo que es
el alma del mismo gato quien se encarga de recordar su propia imagen.
—Nunca
pensé que los animales tuviesen alma.
—¿Y
por qué no? ¿Acaso no sienten, no sufren alegrías y penas?
—Claro
—Luís bordeó los restos de una vieja columna caída hacía ya
muchos años—, pero de ahí a pensar que tienen alma hay un trecho.
—Bueno,
ahí lo tienes, detrás de su dueña, como hacía en vida.
—Eso
es lo que más me hace pensar que los animales no tienen alma. Si la
directora del centro ya era una bruja cuando vivía, ¿por qué el
gato sigue con ella? Podría haberse marchado.
—¿A
dónde? ¿Al cielo de los gatos? —Fran rió de buena gana,
escuchándose sus carcajadas desde casi el otro extremo del
hospital—. Todos los que perecimos en el incendio nos quedamos
aquí. Tu, yo, incluso el gato de la señora Ramírez, como has
podido comprobar desde hace ya cincuenta y dos años por estos mismos
pasillos.
Luís
meditó unos segundos cómo rebatir el razonamiento de su compañero
y su azulado rostro se iluminó con una pícara sonrisa.
—¿Y
si se tratase de Álvaro?
—¿Álvaro?
—Al más bajo de los dos no le costó demasiado descubrir la idea
que encerraba dicha pregunta—. ¿El marido de la directora?
—¿Es
que acaso no recuerdas sus acaloradas discusiones por los pasillos?
—¡Claro
que lo recuerdo! Frecuentes e intensas, no parecía importarles quién
anduviese alrededor; cuando peleaban el mundo dejaba de existir. Pero
él murió varios meses antes del incendio, de un infarto, creo.
—¡Exacto!
—exclamó Luís con ánimo—. ¿Y qué repetía él siempre antes
de abandonar la discusión?
Ambos
se detuvieron un instante, encorvaron sus espaldas, imitando la
extraña postura del mencionado Álvaro, y gritaron al mismo tiempo,
poniendo la voz lo más grave posible.
—¡Ni
muerto te librarás de mi, mala pécora!
Rompieron
en sonoras carcajadas, que duraron varios minutos. Cuando al fin
consiguieron tranquilizarse, aunque el grueso Fran aún tardaría un
poco más en recuperar el aliento, continuaron su ronda diaria por el
resto de las instalaciones.
Los
dos vigilantes recorrieron a buen paso el camino que bordeaba el
circular patio interior, protegido del sol por las enredaderas que ya
nadie cuidaba y que crecían sin orden alrededor de las estrechas y
altas columnas que delimitaban el jardín.
Una
vez llegaron a la sala de recepción, Fran se acercó a grandes
zancadas hacia la descolgada puerta de la entrada principal.
—Esto
no estaba aquí ayer —dijo animando a Luís a acelerar el paso.
Por
detrás de la vieja y desvencijada puerta del hospital, sobre la
oxidada verja que delimitaba el recinto, descubrieron un gran panel
en el que se anunciaba el derribo del mismo y la posterior
construcción de algún tipo de edificio gubernamental.
—¡Vaya!
—exclamó Luís, no sin cierto desanimo—. Parece que al fin van a
echar estas ruinas abajo.
—Si,
demasiado han aguantado.
Los
dos amigos retrocedieron con lentitud, afectados por la inesperada
noticia.
—¿Deberíamos
avisar a alguien? —preguntó Fran.
—¿Iba
a servir de algo?
—No,
claro.
Caminaron
durante muchos minutos sin decirse nada el uno al otro. En su
deambular de vuelta a la zona de urgencias se tropezaron con otros
fallecidos del incendio: Unos empleados del centro, algunos
pacientes, un bombero...
—¿Sabes?
—comenzó Luís—. Quizá no sea tan malo. Es decir, llevamos ya
más de cincuenta años recorriendo estos pasillos sin rumbo alguno.
—Seguimos
vigilando el hospital —le recriminó Fran—. ¿Es que ya no
recuerdas al crío de hace un rato?
—Sí
—sonrió el más alto—, aunque cada vez se acercan menos
chiquillos. Creo que en este año van sólo cuatro valientes.
Fran
se vio obligado a asentir, muy a su pesar. Eran dos víctimas de la
terrible tragedia y, como almas errantes, tan sólo tenían aquellas
ennegrecidas paredes para el recuerdo.
—No
tenemos tampoco a donde ir...
—Hombre,
a mí aún me deben algunos días de vacaciones. —Luís intentaba,
como siempre, soltar alguna payasada cuando algo afligía a su
compañero, un hombre con el que compartió veintiocho años de
servicio en aquel mismo lugar, además de otros cincuenta y dos tras
el incendio. Casi una vida entera juntos—. A ver, ¿a dónde
quieres que vayamos?
—No
lo sé, pero no me gustaría olvidar y desaparecer para siempre. Al
fin y al cabo, somos una familia, extraña, pero lo somos.
Ambos
espectros se detuvieron al llegar al pabellón infantil y observaron
cómo algunos pequeños globos azulados correteaban entre risas a su
alrededor. Al fondo, unos pocos saltaban sobre las camas, con otros
entes en forma de enfermeras procurando bajarlos, como si fueran a
hacerse daño si cayeran por alguno de los bordes.
Luís
sonrió ante la escena, con una de las más tiernas expresiones que
su rostro mostrara siquiera en vida.
—Tienes
razón —dijo.
—¡Ah!
¿Si? —se sorprendió su compañero—. ¿Y qué vamos a hacer?
—De
momento, nada. —Fran miró de reojo a su compañero; no sabía si
le hablaba en serio o si, en realidad, se encontraba tan confuso como
él mismo—. Mientras no derrumben el hospital, todos seguiremos
haciendo lo de costumbre.
Luís
removió, con la palma de una mano, el cabello revuelto de lo que
debía ser una niña de unos ocho años que se había escondido tras
sus piernas.
—¿Y
después?
—Nos
adaptaremos al nuevo edificio.
—¡¿Estás
loco?! —exclamó Fran, que vio cómo su compañero ya había
emprendido la marcha—. Una cosa es asustar a unos chiquillos de vez
en cuando; otra muy distinta irrumpir en un edificio del gobierno a
sembrar el caos.
—¡Vamos!
¿Nunca leíste nada acerca de los cementerios indios?
—¿Cementerios
indios? —repitió muy lentamente—. ¿Donde los ancestrales
espíritus de los indios allí enterrados emergen de la tierra para
vengar la interrupción de su descanso? Eso son sólo cuentos para
asustar a la gente.
Luís
se detuvo al instante, con los ojos muy abiertos, sorprendido por sus
palabras.
—Mi
querido amigo —dijo volviéndose hacia su compañero mientras se
atravesaba con una mano el mentón en un infructuoso intento por
rascárselo—, ¿me vas a decir, a estas alturas, que los fantasmas
no existen?
Los
dos inseparables compañeros se alejaron juntos entre nuevas
carcajadas, mientras a sus espaldas las escasas enfermeras no daban a
basto para controlar a los juguetones espectros.
Jorge A. Garrido
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