2ª introducción para el concurso "Continúa una escena II"
Segunda de mis tres colaboraciones en el concurso "Continúa una escena II" llevado a cabo por el portal Bukus:
Quizá
fuera el sonido de las olas rompiendo contra las rocas o tal vez el
viento a su paso bajo la desvencijada puerta de la sencilla y
solitaria casita a tan pocos metros de la orilla, pero al fin salió
de su ensimismamiento, para nada consciente del tiempo que llevaba
observando el cielo tras la ventana. La soleada mañana había dado
paso a una tarde nublada, con una humedad en el ambiente que le
indicó que podría llover en cualquier instante. Sólo por eso
debería recoger su maletín, lleno éste, entre otras cosas, de
facturas y contratos que nunca llegarían a firmarse, y salir a todo
correr de la casa. Pero no sería ésta la única razón para
hacerlo.
Giró
sus pasos ciento ochenta grados y miró con detalle a su alrededor.
La amplia habitación, espacio compartido para la cocina, el salón y
el dormitorio, se encontraba en un perfecto estado de orden y
limpieza, a excepción de los pedazos de jarrón esparcidos por
detrás del largo sofá. Hacia ellos se dirigió, agachándose de
cuclillas para recoger el mayor, el cual tenía varias grietas y
debía mantenerse aún intacto gracias a la pegatina que por fuera
indicaba su procedencia, un lejano país del norte de África que no
atinó a leer por volver a ser inundada su mente con imágenes de la
noche anterior. Sin embargo, en esta ocasión se esforzó por
desecharlas, antes de que nuevamente le hiciera perderse durante
horas en su recuerdo.
Con
determinación, avanzó a zancadas hasta la puerta, cogió por el asa
el negro maletín y tiró con fuerza del pomo de la puerta hacia
dentro. Una vez abierta, el frío le hizo dar un leve respingo hacia
atrás, pero no iba a sucumbir. Dio varios pasos fuera y ni siquiera
se preocupó de cerrar, pues nunca más regresaría a este lugar.
Tampoco le importaba que alguien pudiese entrar, fuera un ladrón, un
curioso o un policía, cuando tenía bien claro que las autoridades
locales buscarían por la zona alguna pista que les llevara al que
durante siete años fue su socio.
Tras
la casa de madera, allí donde moría el único camino que llevaba a
la bien escondida cala, vio aparcados los dos vehículos. Llevaban
casi una semana sin moverse sobre el irregular y fragmentado asfalto,
un día menos el suyo, el cual reconoció al instante. Para cualquier
otra persona que los observara, por contra, eran exactamente iguales;
largos y robustos, negros por completo.
Ya
junto a la puerta, pasó sus dedos por la línea superior de la
ventanilla y una extraña sensación inundó su ser. El frío de la
tarde había desaparecido y tampoco reaccionó ante las primeras
gotas de lluvia. En ese momento, en su cabeza sólo había lugar para
el recuerdo, uno tan lúcido que casi le pareció revivirlo en
directo, sentir en su persona las intensas miradas de todos aquellos
desconocidos vestidos de etiqueta, bajar las escaleras que le
llevaban hacia el enorme comedor donde se celebraba el banquete con
los nervios haciendo temblar violentamente su cuerpo, con la mano de
su acompañante transmitiéndole una calidez en la suya que haría
más seguros sus pasos unos segundos más tarde...
Cerró
la puerta tras de sí en el instante en el que las densas nubes
comenzaban a descargar su contenido con más fuerza. Las gotas,
gruesas, tamborileaban rítmicamente sobre el cristal, quizá incluso
se mezclaran con pequeñas piedrecitas de granizo. Pero poco le
importó este simple detalle cuando tenía tanto en lo que pensar.
Sí, pensar, porque no podía dar sus primeros pasos sin tenerlo todo
atado, sin ordenar sus ideas y trazar en su mente el recorrido idóneo
para terminar lo que debía, para no dejar nada a medias ni, por
supuesto, dejarse atrapar.
Con
el coche arrancado y los parabrisas yendo a un lado y al otro de la
luna, echó un último vistazo al maletín, sobre el asiento de piel
a su derecha. No necesitaba llave alguna para abrirlo, sino una
sencilla combinación numérica de cinco cifras que nunca llegaría a
olvidar, por todo lo que significaba. No obstante, aunque algo en su
interior le instaba a quitar la llave del contacto, volver a la casa
y hurgar en el contenido del maletín, centró su mirada en el espejo
retrovisor y dio marcha atrás al vehículo. Debía emprender su
camino cuanto antes, dirigiéndose, en primer lugar, hacia la
autopista. Después, se pondría en contacto con alguien de
confianza, alguien que se ciñera a sus instrucciones sin hacer una
sola pregunta y, por supuesto, que no le delatara. Pero, ¿conocía a
esa persona? No podía ser cualquiera. Aunque tenía buenos amigos,
en una situación como ésa ni siquiera un familiar directo
representaba un valor seguro.
Mientras
pensaba en ello, dejó de mirar por un instante la carretera, momento
en el que se le cruzó un joven cervatillo. Reaccionó con rapidez y
dio un par de volantazos a la vez que pisaba el pedal del freno a
fondo. Como resultado, añadido el efecto del agua sobre el asfalto,
el coche giró velozmente sobre sí mismo, deteniéndose a pocos
centímetros de un enorme árbol que, sin duda, lo habría
inutilizado.
El
motor se paró y sólo los limpiaparabrisas seguían en
funcionamiento. Del ciervo, por contra, no había ni rastro; debía
haberse salvado. Así, intentando calmarse, bajó la cabeza hasta
pegar la frente al volante y notó que estaba húmedo. En un
principio, pensó que quizá se hubiese mojado las manos con el agua
de lluvia, pero ésta no había empezado a apretar hasta que se
encontró en el interior del vehículo. Entonces, levantó la cabeza
y se miró las manos. Un escalofrío sacudió su cuerpo al verlas,
consciente de que la herida de su palma izquierda, la cual creía
completamente cerrada, tenía una estrecha relación con la
desaparición de Márquez.
Jorge A. Garrido
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